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Idolatría VS Judaísmo

ILa Prohibición de la idolatría constituye un tema central en el Tanaj o Biblia hebrea y es de hecho  el  principal mandamiento o mitzvá. El decálogo comienza con la siguiente declaración: “Yo soy el Eterno tu Dios, quien te sacó de de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre. No tendrás otros dioses fuera de Mí. No te harás esculturas ni imágenes de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra y en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni las servirás, pues Yo, el Eterno, tu Dios, soy Dios celoso…” (Ex 20:3-5).

La centralidad del mandamiento contra la idolatría se hace igualmente evidente en el Talmud con la enseñanza de que “Quien niega la idolatría es como si cumpliera toda la Tora”. El cumplimiento del mandamiento contra la idolatría es, sin duda, asimilable al acatamiento pleno de la Tora. Al referirse el pensador judío Martín Buber a las enseñanzas del Talmud de Babilonia y a la conmemoración de Pesaj con ocasión de la liberación de los judíos de la esclavitud de Egipto, dijo que la frase “Esclavos fuimos en Egipto” debiera complementarse con una segunda frase: “Nuestros antepasados fueron idólatras”. Se ha de luchar no solamente contra el sometimiento externo del ser humano, sino también contra su sometimiento  interno, uno y otro implican su sumisión a las construcciones idolátricas.

Ahora bien, cabe preguntarse ¿qué es un ídolo? Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la voz ‘ídolo’ hace referencia a una deidad, adorada como si fuera la divinidad misma. La palabra procede del latín ‘idolum’ y este a su vez del griego ‘eidolon’, en relación con la imagen, reflejo sin realidad. El ídolo es en sí un sustituto, un fetiche, que bien puede ser un objeto,  pasiones, fortalezas y temores, con el correlativo empobrecimiento del hombre mismo.

En oposición al Dios viviente del Tanaj el ídolo es una cosa terminada, acabada, muerta. La negación de la idolatría resulta ser de una radical distinción entre el amor a la vida y el amor a la muerte. Por otra parte, como cosa muerta que tiene un nombre el ídolo contrasta con el mismo Dios de la vida  sin nombre, como se deduce de la respuesta dada por el Eterno a la pregunta formulada por Moisés sobre cuál era Su Nombre: “Yo soy el que soy”. Se trata de un Dios que no es cosa, sino de un Dios que actúa en la historia, que se manifiesta en un proceso viviente.

La construcción del becerro de oro en el desierto se da en ausencia de Moisés: “Y como veía el pueblo que Moisés demoraba mucho en descender de la montaña, se acercó el pueblo a Aarón y le dijo: ‘Levántate y haznos dioses que nos protejan, porque no sabemos qué fue de ese Moisés que nos hizo subir de la tierra de Egipto” (Ex 32:1). La ausencia de Moisés es interpretada como su muerte, como la generación de un vacío, un vacio en el corazón humano en el que precisamente se instala la idolatría. Dada la capacidad del ser humano de simbolizar, la dimensión de lo religioso no es ajena a los símbolos, símbolos que buscan hacer aprehensible la realidad de lo trascendente. No obstante, el símbolo entraña en sí mismo una paradoja, un riesgo, al tiempo que representa la realidad trascendente también la oculta, en este último caso el símbolo deja de ser una puerta abierta a lo trascendente para a convertirse en ídolo.

¿Cómo es posible preservarse, entonces, de la idolatría?  Sólo es posible preservarse de la idolatría advirtiendo que los signos o símbolos no son un fin en sí mismos, son tan sólo un medio. Un ejemplo de cómo los signos o símbolos sirven para hacer aprehensible la realidad de lo trascendente sin que se conviertan en un fin en sí mismos, en ídolos, lo encontramos en la ejecución de las  órdenes dadas por el Eterno a Moisés y a los israelitas consistentes en  la construcción del arca (arón), un propiciatorio, dos querubines de oro, mesa de madera, candelabro de oro puro a modo de flores de almendro, cortinas, tablas para  el tabernáculo, holocaustos, así como la confección de las vestiduras sagradas para el sacerdote Aarón y sus descendientes, todo esto donde el Eterno y nadie más que Él , se manifestaría a los hijos de Israel, a fin de que lo reconocieran como a su Dios, que los libró de la tierra de Egipto y que  habita entre ellos (cfr. Ex 29:43.46).

En verdad son muchas las formas que toma la idolatría, una de ellas, por ejemplo, la constituye una interpretación fundamentalista de la Tora, prescindiendo de la Tora oral o interpretativa que precisamente permite considerar al hombre  situado en su particular situación y circunstancias para dar aplicación a la Tora escrita, sin que este resulte ignorado. En tal sentido, el Talmud constituye un privilegiado lugar en el que se confrontan las diversas interpretaciones de la Tora escrita y se observan los límites para dichas interpretaciones, de este modo se preserva en el judaísmo la libertad del hombre, en tanto que la idolatría le roba su libertad, lo humilla  e impide  el crecimiento espiritual. El Dios de la vida, el Dios de Israel, permite un espacio para el  discernimiento en el que el hombre interroga y ejerce el  libro albedrío. No hay lugar en el judaísmo para la fe ciega. El judaísmo da vía libre a la negación de la idolatría con la afirmación  de la vida, tanto la propia como la ajena y  con la defensa de la naturaleza.

Muy posiblemente en el corazón de cada uno se encuentre entronizado el  becerro de oro, la vieja idolatría, esta vez manifestada en  apegos desordenados a personas, instituciones, contenidos, ideologías o cosas, por tal razón resultará  conveniente perseverar en una continua teshuvá que permita actualizar, en el nivel personal y en el comunitario, la alianza del Eterno con su pueblo en el Sinaí, alianza  de la  cual somos,  en tanto judíos, destinatarios para que en el devenir de los tiempos mesiánicos, el Eterno establezca también su bandera entre los pueblos, como lo ha sido dicho por el Eterno por medio del profeta Isaías (cfr. Is 49: 22).

Edgar Méndez.
Adar 20, 5779.

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