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Haftará Vayetzé

La parashá de esta semana habla del sueño que Yaakov tuvo donde vio la conocida escalera, Dios le promete la tierra donde está acostado, y al levantarse declaró ese lugar como “Bet-El” o “Casa de Dios”, consagrando el lugar por medio de erigir y consagrar una piedra como el monumento que marcaría el lugar. Comienza diciendo “Y salió Yaakov de Beer-Sheva y fue a Jarán”. Luego relata cuando conoció a las hermanas Rajel y Leáh, así como a su tío Labán. 

Luego se relata el engaño de que Yaakov es objeto el día de su boda, que la noche de la boda toma por mujer a Leáh sin saberlo, después de haber servido siete años en casa de Labán para tener la mano de Rajel; una semana después, era marido de ambas y habría prometido trabajar siete años más.

Dice el Midrash que aún cuando parece superflua la afirmación de que salió de Beer-Sheva, pues bastaba con decir que “fue a Jarán”, en realidad es para recordarnos que cuando un Tzadik (un hombre justo) sale de una ciudad, junto con él salen “el brillo y la gloria y el ornamento de ésta…”. La enseñanza que subyace en esta afirmación es que debemos ser ese Tzadik que con su ejemplo sea luz y gloria del lugar donde mora.

Salió, en efecto, huyendo a causa de la persecución de su hermano, y esto sigue siendo vigente. Ocurre cuando los hermanos no convivimos en armonía, sino que perseguimos a nuestro hermano o somos perseguidos por él y optamos por el alejamiento geográfico. Lastimosamente muchos hermanos se convierten en nuestros peores enemigos a causa de sus propios conflictos personales no resueltos que proyectan en nuestras personas. 

La escalera que Yaakov vio en sueños le estaba anticipando lo que ocurriría en la posteridad: pueblos, reinados e imperios que subiendo adquirían cierto nivel de grandeza y luego bajaban hasta llegar a su decadencia. 

Como humanidad, hemos sido testigos de esto, pues ha habido épocas doradas para un sinnúmero de pueblos, que después han tenido una estrepitosa caída, como los egipcios, los griegos, los romanos, los españoles, los ingleses y seguramente así será con los norteamericanos y rusos. 

Dice el Midrash que la escalera de Yaakov también simboliza la escala social a la que tienen derecho de ascender gente de todas las razas, color o creencia. Ascender por esa escala se dificulta conforme se llega más arriba, pues el llegar al pináculo es lo más agotador, y sólo la voluntad del espíritu, la virtud y la tefilá serán la fórmula que nos permita ascender por ella. 

De aquí podemos deducir que la escala social no está limitada a los logros económicos, fama y reconocimiento; pese a que se manifiestan estas necesidades hoy en las redes sociales, pues la búsqueda de agradarle a una mayor cantidad de personas parece ser el propósito final del ingenio con el que se publica en el Internet. Esta escala social va más allá, es el sinónimo de alcanzar un reconocimiento por nuestros actos bondadosos, equilibrados y justos.

Este lugar, que Yaakov marcó erigiendo una piedra en monumento y consagrándola por medio de derramar aceite sobre ella, está en el Monte Moriáh, donde ocurrió la Akedá de Yitzjak y marcaría el lugar donde un día fue construido el Templo. Este monte que se ha convertido en el lugar más sagrado en todo el mundo, venerado por las tres grandes religiones monoteístas que tienen como origen el Tanaj.

Dice la Torá que Yaakov tuvo de Leáh sus cuatro primeros hijos, que fueron Reuvén, Shimón, Leví y Yehudá. Rajel, que era estéril, por medio de Bilhá su sierva, le dio como hijos a Dan y Naftalí, sumando seis. Leáh le dio a Yaakov a su sierva Zilpá y tuvo por hijos a Gad y Asher, llegando a ocho hijos. Leáh después, le dio como hijos a Yissajar, Zebulún y su hija Dinah haciendo once. Rajel finalmente tuvo un hijo con Yaakov y le llamó Yosef, quien fue el doceavo de los hijos de Yaakov.

Relata la Toráh que Rajel le dijo a Yaakov: “Dame hijos, que si no, soy muerta” y el Rabbi Samuel Bar Najmaní dice que cuatro personas se consideran muertas: el ciego, el leproso, el que no tiene hijos y el pobre. Los tres primeros viven en constante sufrimiento y el cuarto es realmente como si no existiera. 

¿A qué se asemejan estos cuatro personajes? Podemos ver que hoy el ciego es aquél que cierra los ojos al mundo y no ve, o no quiere ver, la miseria, la guerra, la persecución y la necesidad que hay en él, no ve al extranjero necesitado de ayuda y olvida que un día fuimos extranjeros en Egipto. 

El leproso social es aquél que habla mal de los demás haciendo “lashón hará” pues la raíz de la palabra tzaarat (lepra) es la misma que la “lengua mala”; esta terrible costumbre hace que se forme un círculo de miedo alrededor del hablador, y todos los demás pensarán: “en cuanto me aleje, seguramente también comenzará a hablar mal de mi”. 

El que “no tiene hijos” no es literalmente quien no ha engendrado; es aquél que no se hace cargo de ellos, que quizá los tuvo gracias a que su instinto primitivo de reproducción estaba en funcionamiento, pero nunca deseó tenerlos, y mucho menos hacerse cargo de ellos, olvida que los hijos tienen necesidades de alimento, vestido, educación, atención e imagen paterna así como  cuidados médicos. 

Por último, pobre no es el que menos tiene, sino el que más necesita. Hay personas tan pobres que sólo tienen bienes materiales, pero su espíritu está muerto. Podemos encontrarlos en las calles y ver en su cara el enojo, cinismo y escepticismo. No le encuentran sentido a la existencia. No le ven objeto a hacer el bien, y miran con indiferencia el dolor de los demás. 

Relata esta Parashá también cómo Yaakov se separó de su suegro y emprendió el regreso hacia Canaán con todas sus gentes y todos sus haberes. Fue perseguido por el suegro y al alcanzarlo y llegar a un acuerdo, levantaron un monumento de piedra que se llamaría Mitzpáh, y le dio el significado de “que el Eterno vigile” el pacto; y por extensión, esta palabra se ha usado como un símbolo de una profunda conexión emocional entre dos o más personas.

La Haftará de Vayetzé, según el Rito Ashkenazi, corresponde con Oseas, Caps. XII, XIII y XIV.

En el Cap. XII, habla de cuando Yaakov huyó del país de Aram (recordemos que Labán era Arameo), y que “Israel se hizo siervo por una mujer (Rajel) y por una mujer guardó ovejas”. De la misma manera, del hecho de que Jeroboam  provocó la ira del Eterno con sus estatuas.

En el Cap. XIII, refiere que Jeroboam era ensalzado por temblar al hablar con Shlomó, pero que al pecar en Baal, murió. Habla de la avodá zaráh (idolatría) que según refiere el Profeta, “es tan indigno besar una estatua como sacrificarle seres humanos”. Dios por su medio, indica al Pueblo de Israel que es un Dios que no tiene igual, que es el único y está dispuesto a defender a su pueblo; al mismo tiempo dice que la destrucción de Israel será su idolatría y al volvernos contra Dios, el Eterno actuará contra nosotros. 

En el Cap. XIV, Da una vista terrible de lo que ocurrirá a Samaria, y le recuerda a Israel que ha caído y debe volver a su Dios. Le invita a la penitencia y al arrepentimiento de su idolatría; y si así fuese, el Eterno promete su misericordia y termina diciendo: “Porque rectos son los caminos del Eterno, y los justos andarán en ellos; mas los transgresores tropezarán por no andar en ellos”.

Yaakov se hizo siervo de su suegro Labán porque se enamoró a primera vista de Rajel, que dice la Torá “era de bella figura y de hermoso semblante” y es absolutamente comprensible. Eran las costumbres, contextulizadas en ese espacio y tiempo en particular. Hoy, creo que no nos haríamos sirvientes de nadie con el propósito de convertirnos en pareja de una de sus hijas.

Pero sí nos hacemos sirvientes de otros dioses, y a veces por toda la vida y el único pago que tenemos es la autogratificación engañosa. Para algunos no hay dios como el orgullo y el ego, pues nos hace perder la dimensión de nuestra propia estatura, nos lleva a sobrevalorarnos de manera tal que experimentamos un sentimiento de comparación permanente con los demás, creyendo que siempre somos los mejores en todo, y sobre todo, que tenemos la razón, pues la razón parece ser lo mejor repartido del mundo, ya que nadie se queja de no tenerla. Adorar nuestro propio orgullo es idolatría.

Para otros, por supuesto que el dios en el que confían y creen a pie juntillas y le adoran por sobre todas las cosas, es el dinero, pues creen que es la fuente de todo el bienestar físico y espiritual. Creen que todo puede ser adquirido por compraventa. Su objetivo en la vida se ha convertido en acumular riquezas y de esa misma manera educan a sus familias, para que se conviertan a su vez en acumuladores, pues una característica de la codicia es que mientras más tienes, más deseas. Ellos vinieron a dejar dinero. El dinero estaba antes que ellos, morirán y el dinero seguirá aquí. Nunca habrá una cantidad que le diga al humano que ya es suficiente, puesto que sus necesidades irán creciendo, inventándose y creándose, en proporción directa a las percepciones. El dinero es un medio para conseguir un objetivo, pero ellos se han convertido en el medio y el dinero en el objetivo. Está escrito en la Torá, “dioses del dinero, del oro, no os haréis”. Adorar al dinero también es idolatría.

El pronóstico es terrible: Israel caerá por su idolatría. Pero no está todo perdido, pues hay un llamado constante al arrepentimiento genuino y a la reparación del daño causado. ¿Cómo podremos reparar el daño causado por nuestra idolatría? Con un cambio consistente y permanente de nuestra forma equivocada de hacer, sentir y pensar. Demostrando amor por el Eterno, y para que podamos hacerlo, parafraseando a Hillel el Viejo, “debemos amar a nuestro semejante, como a nosotros mismos”, pues para nosotros, dice Shimón el Justo, “el mundo descansa sobre la Torá, el servicio al Eterno y la bondad amorosa” la bondad, por supuesto, es la tendencia a hacer el bien, y satisface nuestra conciencia y engrandece nuestra alma. 

La afirmación de “Porque rectos son los caminos del Eterno, y los justos andarán en ellos; mas los transgresores tropezarán por no andar en ellos”, dice el “Maguid” de Duvna que la “Vav” puede tener varias interpretaciones, y que en este “Pasuk” debe ser entendida como “ya que los justos andarán en ellos…” con la clara implicación es que son caminos rectos porque habrá tzadikim caminando sobre ellos.

El mensaje final de esta Haftará es muy claro: El Eterno castigará con dureza la traición, y la salvación sólo provendrá del Eterno.


Ya lo dice el Salmo 121, que ha sido mi preferido en horas difíciles: 

קכא א שִׁיר לַמַעֲלוֹת: אֶשָׂא עֵינַי אֶל־הֶהָרִים מֵאַיִן יָבֹא עֶזְרִי  ב עֶזְרִי מֵעִם יְהוָה עֹשֵׂה שָׁמַיִם וָאָרֶץ:     

“Shir la-Ma’alot: Esá Éynay El-heharím: Me’áyin Yabó Ezrí? Ezrí Me’ím Adonái, Oséh Shamáyim va-Áretz”. 

Cántico de ascensiones: Levanto mis ojos a los montes: ¿De dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el Cielo y la tierra”. 

B”H

Kislev 12, 5781.
Noviembre 28, 2020.

Rodolfo Gallardo-Rosales, PhD.
יצחק בן אברהם ושרה

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